¿A quién le amarga un dulce? Es una pregunta que no hay que pensar mucho para responder que a nadie o, por lo menos, a casi nadie.
De hecho, la Organización Mundial de la Salud (OMS) estima que hoy día, en promedio, cada persona consume unas 150 libras de azúcar refinada al año. Esto equivale a entre 300 y 600 calorías por día. Una ingesta exagerada que, según los profesionales de la salud, es capaz de afectar severamente tejidos y órganos vitales.
Un consumo que aumenta las posibilidades de enfermarse a personas en riesgo de sufrir síndrome metabólico, un conjunto de dolencias que aumenta las posibilidades de desarrollar diabetes tipo 2, así como enfermedades coronarias y hepáticas. (El exceso de grasas en sangre o triglicéridos, colesterol alto, hipertensión, glucosa alta en sangre o grasa acumulada en el vientre son algunos de los elementos claves para diagnosticar este síndrome).
“En el individuo saludable, el consumo excesivo de azúcar se va a almacenar como grasa, lo que eventualmente va a llevar a sobrepeso u obesidad. Pero en la persona que tiene diabetes, si no hay suficiente insulina, esa azúcar va a comenzar a circular por la sangre y se deposita en venas y arterias, lo que va causando lesiones que pueden llevar a diversos problemas de salud, como infartos o derrames cerebrales”, advierte Ada Laureano, profesora del programa de nutrición de bachillerato y de maestría de la Universidad del Turabo, en Gurabo.
Pero, al parecer, también puede tener otros riesgos. Por ejemplo, en enero de este año un equipo de científicos de China y Reino Unido publicó un artículo en la revista Diabetología del que se desprende que cuanto mayor es el nivel de hemoglobina glucosilada —que refleja el contenido medio de la azúcar en el organismo en los últimos tres meses— mayor es la velocidad de deterioro cognitivo del cerebro.
Mientras que una investigación publicada en octubre del año pasado en la revista científica Nature, aporta nueva evidencia sobre el rol de la glucosa y los cambios químicos y biológicos que se dan a nivel molecular en el organismo en relación con el desarrollo de tumores cancerosos.
Una de las teorías es que cuando los niveles de azúcar en la sangre aumentan rápidamente, el cuerpo libera la dosis de insulina necesaria, acompañada de la emisión de otra molécula, llamada factor de crecimiento celular. Pero mientras el azúcar nutre los tejidos, la insulina y el factor de crecimiento tienen en común otro efecto: potenciar los factores de inflamación que estimulan el crecimiento celular y actúan como abono para los tumores.
Otra investigación, publicada por el Instituto Karolinska, en Suecia, sobre un estudio realizado entre 1997 y 2005, encontró que un elevado consumo de azúcar y alimentos azucarados aumentaba el riesgo de padecer cáncer de páncreas, de colon y de vejiga.
Por eso, si una persona está luchando contra el cáncer, recomiendan los profesionales de la salud, debería transformar su dieta hacia una lo más natural posible, en la que se excluya todo alimento que sea procesado o alto en azúcar.
El gusto por lo dulce
El consumo de alimentos con alto contenido de azúcar se asocia con placer porque favorece la liberación de endorfinas, como la serotonina, que entre otras funciones fisiológicas, regula el estado de ánimo e interviene en el control del apetito, explica la endocrinóloga Myriam Allende, profesora en el Recinto de Ciencias Médicas y presidenta del Capítulo de Puerto Rico de la American Association of Clinical Endocrinologists (AACE).
Sin embargo, la especialista explica que aunque no hay duda de que el exceso de azúcar refinada tiene unos efectos en el organismo, hay personas saludables y activas que lo pueden metabolizar correctamente y no tienen problemas.
“El que comas un exceso de azúcar no te va a dar diabetes. Lo que pasa es que si consumes un exceso de calorías, eres sedentario y aumentas de peso, puede haber resistencia a la insulina y de ahí desarrollar diabetes tipo 2”, advierte la doctora Allende.
La resistencia a la insulina es una afección que se caracteriza por la deficiencia de los tejidos a responder a la insulina, resultando en disminución de la utilización de la glucosa y aumento en la liberación de glucosa hepática. Por lo tanto, es un factor en el desarrollo de obesidad, diabetes tipo 2 y los desórdenes metabólicos más prevalentes.
En ese sentido, la endocrinóloga explica que la regulación del apetito y del peso es un sistema complejo que depende de cientos de hormonas y neurotransmisores, del sistema circadiano y componentes del sistema nervioso central, la genética, la cultura, el medio ambiente y hasta las bacterias intestinales.
“Todo esto va a determinar cuánto comes, cuándo dejas de comer y cómo metabolizas lo que te comiste. También apunta a las preferencias por el azúcar, las grasas o lo salado”, explica Allende, quien acepta que, en ese sentido, el azúcar podría considerarse como una sustancia adictiva.